viernes, 5 de noviembre de 2010

Mi medio cuadro


Tengo un cuadro en la entrada. Lo colgué allí porque había un gancho que los anteriores inquilinos me habían dejado amablemente después de arrancar hasta el último cable de la luz. Así que, tras comprobar su consistencia y grosor, lo colgué. Debo reconocer que me gustaba. Tanto, que decidí comprarle una mesita y un jarrón a juego. Ese cuadro era mi orgullo. Y como cualquier otro exceso de estimación (en este caso, apropiado) pasaron pocos días antes de que sintiera la necesidad de alimentarlo. De manera que, solo para armonizar, remodelé el salón. Luego el dormitorio, el baño y, sin quererlo ni beberlo, la cocina. Compré un par de muebles renacentistas y una butaca con un estampado de lo más sintónico a él. Cambié las cortinas y puse un nuevo papel para resaltar la luz que desprendía. Compré un armario nuevo para el dormitorio porqué le pegaba, y un sinfonier con figurita incluida para que le hiciera compañía. Un pisapapeles de origen japonés que adopté una tarde en la que todo me parecía un reflejo de él. Jabones que emularan su olor en el baño y trapos de todas sus tonalidades en la cocina. Sobra decir que a los pocos meses el cuadro, mi casa y yo éramos uno.
Sin embargo, hoy he pasado por delante del cuadro sin tan siquiera mirármelo. Y es que creo que ha perdido intensidad. Ahora lo veo aburrido, inexpresivo. Siempre el mismo tema. Siempre tan pintado. Cualquier persona en mi lugar decidiría cortar con el problema. Sacar el cuadro. Pero entonces tendría que cambiarlo todo: arrancar cada detalle, borrar toda huella. Solo pensarlo me mareo. Así que optaré por un desasosiego reprimido. Gin-tonic en mano, me sentaré en el sofá y miraré hacia otro lado. Al fin y al cabo, solo tengo que esperar a que la muerte nos separe.
 
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