El elefante decidió abandandonarse a la afrenta que el viejo mamífero le había causado incluso después de muerto. Era consciente: hoy, como un ramillete hortera de boda antes de ser lanzado al aire, él era la comidilla de hienas y amantes de la carroña. Ahora toda teoría y código caía en el olvido y se diluía ante él como un lípido rodeado por una banda de hidrocarburos hambrientos. Nada parecía real. Se sentía como un okupa de la evolución.
— Dónde está Darwin, eh?— Se preguntaba.
Sin embargo, Anna tenía razón, y pese a todo su dolor, lo que había salido de sus labios era verdad. No había opción. Así que suspiró, y sin resquebrajar ni un centímetro más el telar del que ahora toda su identidad pendía, se arrastró hasta el elenco de mandatarios y concluyó:
—Está bien, aceptaré ese injerto de pelo. Pero de alargarme los cuernos ni hablar.
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