Cuando llegó dijo que venía por un par de días. No más. Por
lo visto, tenía que hacer algunos recados en la ciudad: una visita al médico de
los huesos, otra al dentista y pasar a ver a su prima Herminia, que desde que
su marido había pasado a mejor vida andaba algo delicada de salud.
Como buenos anfitriones, desde el primer momento la animamos
a sentirse como en su casa. Martita le enseñó cómo estaban distribuidas las cosas
en la cocina y le mostró cómo funcionaba la cafetera, que era nueva y algo más
moderna a la que ella estaba acostumbrada. Yo, por mi parte, quise enseñarle el
funcionamiento del televisor, del reproductor de dvd’s y del equipo de música.
Aprendió rápido la viejita (definitivamente, uno no puede desconfiar del poder
del ser humano para aprender a la edad que sea). Al día siguiente, cuando
llegamos, la encontramos sentada en el sillón, mirando su programa favorito con
el mando de la tele bien cerquita. Nos alegró ver que se sentía cómoda.
Contenta. Como en casa. Dos días después, como quien no quiere la cosa, mientras
tomábamos juntos una infusión, nos pidió si le podíamos ceder la habitación de
matrimonio. Por lo visto, la cama de la habitación de invitados le provocaba un
dolor insoportable en los riñones y ya no podía aguantar más. Evidentemente, nos
cambiamos de habitación sin dudarlo. Y al hacerlo, por idea suya, trasladamos
también la ropa de nuestro armario. Lo que sucedió horas después fue un
movimiento obvio, una consecuencia de la causa: el baño grande le quedaba más
cerca de su nueva habitación, así que quitamos nuestros cepillos de dientes,
cremas y perfumes antes de acostarnos y los pusimos en el baño de invitados.
Era un poco más pequeño, pero nos apañamos. La cosa siguió tan tranquilamente
pero con alguna que otra novedad: caras nuevas aparecieron en forma de retrato,
figuritas de porcelana, recuerdos de comuniones y bautizos. Y con el paso de
los días, las mesas se llenaron de tapetes. Tres meses más tarde, no sabíamos
qué hacíamos allí. Recogimos nuestras cosas y nos marchamos.
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