miércoles, 12 de mayo de 2010

Sábados de creación

En mi familia somos gente de costumbres. Costumbres que, a base de repetición, se convierten con el paso de los años, y nuestro beneplácito, en tradición familiar.
Tenemos muchas y de muy variada condición. Una de ellas, tal vez mi preferida, es la del sábado de creación. Desde hace más de un millar de sábados, la familia al completo se reúne en la casa de mi abuela, que a su vez, es también mi casa y la de mi tía Betina. Y el día gira en torno a la comida, las buenas ideas, según nuestro parecer, y un gran pavo asado con guarnición de patata o arroz. Debo aclarar, que no se trata de una celebración cristiana. Para nada. Tampoco musulmana o similar. Hace años que decidimos no participar en este tipo de rituales y nadie pudo oponerse, pues está claro, que cada uno hace lo que a su entender más le conviene. Así pues, como iba diciendo, nos reunimos una vez más para celebrar el sábado de creación. En esta ocasión, mi madre y mi abuela preparaban la mesa mientras mis tíos, mis hermanas y yo acabábamos de concretar nuestro próximo proyecto. Como siempre, había sugerencias varias, pues mis hermanas apostaban por un patíbulo como los de antaño, mientras mis tíos preferían una reproducción a tamaño real de la torre Eiffel.
- ¡Hay sitio, hay sitio! -Aseguraban ellas cogiendo una cinta métrica que cruzaba el patio trasero. 
Yo por mi parte, prefería algo más emocionante, tal vez una montaña rusa con luces de colores que empezara en el patio de atrás y girara, subiendo por el tejado para volver a descender después en una pendiente un tanto peligrosa a la vez que divertida.
Como no conseguíamos ponernos de acuerdo, decidimos empezar a buscar materiales, pues fuera como fuere, íbamos a necesitarlos. Mis hermanas salieron con la vieja camioneta del tío Fito dispuestas a encontrar todo lo necesario.
- También habrá que conseguir algo de efectivo -Añadía mi abuelo- Son numerosos los recursos que vamos a necesitar esta vez.
Mientras, en otro lado de la casa, la abuela disponía la mantelería según lo estipulado: minutos antes, cada miembro había escogido un animal que mi abuela con su caja de rotuladores de la escuela, dibujaba con la inspiración fogosa del mejor artista.
Por mesa se utilizaba un gran tablón de madera y por vasos, pequeños cuencos de cerámica que mis hermanas realizaban semana tras semana llegando a disponer centenares de ellos acumulados ya en cajas y sobre todas las repisas de la casa. La verdad es que era todo un espectáculo, nuestro espectáculo. A menudo, los vecinos merodeaban por ahí, curiosos y escandalosos posaban su nariz entre la verja. Comentarios varios eran los que se hacían, pero a nosotros era algo que nunca nos había importado. Incluso muchas veces, les animábamos a entrar, pasen y vean, y aunque muchos se negaban les decíamos siempre: sepan que son, y serán siempre, bienvenidos a nuestro hogar.

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